Redescubrir la Tradición 

 

San Bernardo.

El origen del Temple

                              

 

            Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lés-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza borgoñona y, si constatamos especialmente este hecho, es por que nos parece que algunos rasgos de su ida y de su doctrina, de los que tendremos ocasión de hablar a continuación, pueden ser relacionados hasta cierto punto con este origen.

            No queremos decir solamente que es posible explicar a través de esto el ardor, en ocasiones belicoso de su celo o la violencia que aporta en diversas ocasiones en las polémicas a las que fue arrastrado, y que por otra parte solo era superficial, pues la bondad y dulzura constituían incontestablemente el fondo de su carácter. Si hemos hecho alusión a su origen es por la r elación que tuvo con las instituciones y el ideal caballaresco, a los cuales, por lo demás, es preciso concederles una gran importancia si se desean comprender los acontecimientos de la edad media y su mismo espíritu.

            Es hacia los veinte años que Bernardo concibe el proyecto de retirarse del mundo; consigue en poco tiempo hacer compartir sus puntos de vista a todos sus hermanos, algunos de sus parientes próximos y a un cierto número de sus amigos. En este primer apostolado, su fuerza de persuasión era tal, a pesar de su juventud, que pronto "se convirtió, dice su biógrafo, en el terror de las madres y de las esposas, los amigos temían verle abordar a sus amigos". Hay ya en esto algo de extraordinario y sería seguramente insuficiente invocar la potencia del "genio", en el sentido profano de la palabra, para explicar una tal influencia. ¿No vale más reconocer la acción de la gracia divina que, penetrando de alguna manera en toda su persona e irradiando hacia fuera por su superabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, siguiendo la comparación que él mismo empleará más tarde aplicándola a la Santa Virgen, y que también se puede, restringiendo más o menos su alcance, aplicar a todos los santos?

            Es pues acompañado de una treintena de jóvenes que Bernardo, en 1112 entra en el monasterio de Citeaux, que había elegido en razón del rigor con el cual se observaba la regla, rigor que contrastaba con la dejadez que se había introducido en el resto de ramas de las órdenes benedictinas. Tres años más tarde, sus superiores no dudaban en confiarle, la conducción de doce religiosos que iban a fundar una nueva abadía, la de Clairvaux, que debería gobernar hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecieron tan a menudo en el curso de su carrera. El renombre de Clairvaux no tardo en extenderse a lo lejos, y el desarrollo que esta abadía adquiere pronto fue verdaderamente prodigioso: cuando murió su fundador, abrigaba, se dice alrededor de setecientos monjes, y había dado nacimiento a más de sesenta nuevos monasterios.

 

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            El cuidado que Bernardo aporta a la administración de Clairvaux arreglando él mismo hasta los más minuciosos detalles de la vida corriente, la parte que tomo en la dirección de la Orden Cisterciense, como jefe de uno de sus primeros conventos, la habilidad, y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgieron frecuentemente con las Ordenes rivales, todo esto hubiera bastado para probar que lo que se llama el "sentido práctico" puede muy bien alinearse en ocasiones con la más alta espiritualidad. Había aquí más de lo que hubiera bastado para absorber toda la actividad de un hombre ordinario; y sin embargo iba pronto a abrirse ante él otro campo de acción, muy a pesar suyo por lo demás, pues no temió jamás nada tanto como ser obligado a salir de su clausura para mezclarse en los asuntos del mundo exterior, del cual había creído poder aislarse para siempre entregándose enteramente a la ascesis y a la contemplación, sin que nada viniera a distraerle de lo que era a sus ojos, según la palabra evangélica, "la única cosa necesaria". En esto, se había equivocado ampliamente; pero todas las distracciones, en el sentido etimológico, a las cuales no pudo substraerse y de las que llegó a quejarse con cierta amargura, no le impidieron en absoluto alcanzar las cumbres de la vida mística. Esto es muy notorio; lo que no lo es menos, es que, a pesar de toda su humildad y todos los esfuerzos que hizo por permanecer en la sombra, se acudió a su colaboración en todos los asuntos importantes, y que aunque no fue nadie para el mundo, todos , comprendidos los mas altos dignatarios civiles y eclesiásticos, se inclinaron siempre espontáneamente ante su autoridad espiritual y no sabemos si esto es más para alabanza del santo o de la época en que vivió. ¡Qué contaste entre nuestro tiempo y aquel donde un simple monje podía, convertirse de alguna manera en el centro de Europa y de la Cristiandad, el árbitro incontestable de todos los conflictos donde el interés público estaba en juego, tanto en el orden político como en el orden religioso, el juez de los maestros más reputados de la filosofía, y de la teología, el restaurador de la unidad de la iglesia, el mediador entre el papado y el Imperio y, en fin, el hombre que levantó ejércitos de centenares de miles de hombres con su predicación!

 

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            Bernardo había comenzado por denunciar el lujo en el cual vivían la mayor parte de los miembros del clero secular e incluso los monjes de algunas abadías; sus exhortaciones habían provocado conversiones espectaculares, entre ellas las de Suger, el ilustre abad de Saint Denis que, sin llevar aún el título de primer ministro del Rey de Francia, realizaba ya las funciones de tal. Esta conversión hace conocer el nombre del abad de Clairvaux, que se veía en él al adversario irreductible de todos los abusos y de todas las injusticias; y pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Luis el Grande y diversos obispos y protestar contra la impiedad del poder civil sobre los derechos de la Iglesia. A decir verdad bien se trataba aún mas que de asuntos puramente locales, interesan solamente a tal o cual monasterio o a tal o cual diócesis; pero en 1130, sobrevino acontecimientos de diferente gravedad, que pusieron en peligro a la Iglesia entera, dividida por el cisma del aantipapa Anacleto II y es en esta ocasión que el nombre de Bernardo se debía extender a toda la Cristiandad.

            No vamos a describir aquí la historia del cisma con todos sus detalles: los cardenales, divididos en dos fracciones rivales, eligieron sucesivamente a Inocencio II y Anacleto II, el primero, obligado a huir de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia Universal. Fue Francia quien respondió primero; en el concilio convocado por el Rey en Etampes, Bernardo apareció, dice su biógrafo, "como un verdadero enviado de Dios" en medio de obispos y señores reunidos, todos siguieron su criterio sobre la cuestión sometida a su examen y reconocieron las validez de la elección de Inocencio II. Este se encontraba entonces sobre suelo francés y es a la abadía de Cluny que Suger fue anunciarle la decisión del Concilio; recorrió las principales diócesis y fue en todas partes acogido con entusiasmo; este movimiento iba a arrastrar la adhesión de toda la cristiandad. El abad de Clairvaux visitó luego al rey de Inglaterra y triunfó rápidamente sacándolo de sus dudas; quizás tuvo también una parte, al menos indirecta en el reconocimiento de Inocencio II, por parte del Rey Lothario y del clero alemán. A continuación fue a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerard d'Angulema, partidario de Anacleto II; pero es solo en el curso de un segundo viaje a esta región, en 1135, que debía triunfar y destruir el cisma operando la conversión del conde de Poitiers. En el intervalo, fue a Italia llamado por Inocencio II que había regresado con el apoyo de Lothario, pero que había pasado por dificultades imprevistas, debidas a la hostilidad de Pisa y Génova; era preciso encontrar un acomodo entre las dos ciudades rivales y hacerles aceptar; es Bernardo quien fue encargado de esta difícil misión y pudo apuntarse el más maravilloso de sus éxitos. Inocencio, pudo por fin entrar en Roma, pero Anacleto permaneció ocupando San Pedro de donde era imposible apropiarse; Lothario, coronado emperador en San Juan de Letran, se retiró pronto con su ejército; tras su partida, el antipapa recupera la ofensiva y el pontífice legítimo debió huir nuevamente y refugiarse en Pisa.

            El abad de Claraval, que había entrado en su clausura, conoce estas noticias con consternación; poco después le llega el ruido de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganar a toda Italia para la causa de Ancleto, al mismo tiempo que para asegurar su propia supremacía. Bernardo escribe pronto a los habitantes de Pisa y Génova para animarlos a permanecer fieles a Inocencia; pero esta fidelidad no constituía mas que un débil apoyo y para conquistar Roma, era de Alemania solamente que se podía esperar un socorro eficaz. Desgraciadamente el Imperio era continuamente presa de división y Lothario no podía volver a Italia sin haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo partió para Alemania y trabajó en la reconciliación de los Hohenstaufen con el emperador, aquí también sus esfuerzos fueron coronados por el éxito>, vino luego a consagrar la feliz  salida a la dieta de Bamberg, que abandonó luego para volver al concilio que Inocencio II había convocado en Pisa. en esta ocasión, hubo de dirigir reproches a Luis del Grande que se había opuesto ala salida de los obispos de su reinos; la prohibición fue levantada y los principales miembros del clero francés pudieron responder a la llamada del jefe de la Iglesia.Bernardo fue el alma del concilio; en el intervalo de las sesiones, cuenta un historiador de su tiempo, su puerta era asediada por los que tenían algún asunto que tratar, como si este humilde monje hubiera tenido el poder de solucionar con su opinión todas las cuestiones eclesiásticas. Delegado luego en Milán para ganar esta ciudad para Inocencio II y Lothario, fue aclamado por el clero y los fieles que, en una manifestación espontánea de entusiasmo quisieron hacerle arzobispo y tuvo gran pena en substraerse a este honor. No aspiraba más que a volver a su monasterio; volvió efectivamente, pero no fue por mucho tiempo.

            Desde el principio del año 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad para venir, conforme al deseo del Papa, a unirse en Italia al ejército alemán dirigido por el duque Enrique de Baviera, yerno del Emperador. El desacuerdo había estallado entre éste e inocencio II; Enrique, poco respetuoso con los derechos de la Iglesia, inducía en todas las circunstancias a no ocuparse más que de los derechos del Estado. También el abad de Clairvaux debió trabajar firme para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar su pretensiones reales, especialmente en algunas cuestiones relativas a las investiduras, donde parece que jugó un papel constante de moderador.Sin embargo, Lothario, que había tomado el mismo mando del ejército, sometió a toda Italia meridional pero se equivocó al rechazar las pretensiones de paz del rey de Sicilia que no tardo en tomarse la revancha, arrasando todo a sangre y fuego. Bernardo no dudó entonces en presentarse en el campo de Roger, que acogió muy mal sus palabras de paz y a quien predijo un desastre que efectivamente se produjo; luego, siguiendo sus pasos, lo visitó en Salerno y se esforzó en apartarlo del cisma en el que su ambición lo había arrojado. Roger consintió escuchar contradictoriamente a los partidarios de Inocencio y de Anacleto pero, aun pareciendo conducir la encuesta con imparcialidad no buscó más que ganar tiempo y rechazó tomar una decisión; al menos este debate tuvo por feliz resultado la conversión de uno de los principales autores del cisma, el cardenal Pedro de Pisa al cual Bernardo condujo ante Inocencio II. Esta conversión asestó un golpe terrible a la causa del anti-papa; Bernardo supo aprovecharse y en Roma mismo, por su verbo ardiente y convencido, consiguió en algunos días separar del partido de Anacleto a la mayor parte de los disidentes. Esto ocurría en el año 1137, hacia el período de las fiestas de Navidad; un mes más  tarde anacleto moría súbitamente. Algunos cardenales, los más comprometidos en el cisma eligieron un nuevo anti-papa bajo el nombre de Víctor IV; pero su resistencia no podía durar mucho tiempo y el día octavo de Pentecostés, todos le rindieron sumisión; a la semana siguiente, el abad de Clairvaux volvía otra vez camino de su monasterio.

            Este resumen muy rápido basta para dar una idea de lo que se podría llamar la "actividad política" de San Bernardo, que por otra parte no se detuvo allí: de 1140 a 1144 tuvo que protestar contra la intromisión abusiva del rey Luis el Joven en las elecciones episcopales, luego intervenir en un grave conflicto entre este mismo rey contra Tibaut de Champagne; pero seria fastidioso extenderse sobre estos diversos acontecimientos. En suma, se puede decir que la conducta de Bernardo fue siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Es esta preocupación constante por la unidad lo que le anima en su lucha contra el cisma; es ella también la que le hace emprender, en 1145, un viaje en el Languedoc para llevar a la Iglesia a los heréticos neo-maniqueos (cátaros) que comenzaban a extenderse en esta zona. Parece que atuvo sin cesar presente en el pensamiento esta palabra Evangélica: "Que sean todos uno, como mi padre y yo somos uno".

 

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            Sin embargo el abad de Claraval no solo luchó en el dominio político, sino también el campo intelectual, donde sus triunfos no fueron menos sorprendentes ya que estuvieron marcados por la condena de dos adversarios eminentes. Abelardo y Gilberto de la Porrée. El primero había adquirido, por su enseñanza y sus escritos la reputación de un dialéctico muy hábil, incluso abusaba de la dialéctica, pues, en lugar de ver lo que realmente era,  un simple medio para llegar al conocimiento de la verdad, la miraba casi como un fin se sí mima, lo que desembocaba naturalmente en una especie de verbalismo. Parece también que haya algo también en él, sea en su método o en el mismo fondo de sus ideas, una búsqueda de originalidad que le aproxima algo a los filósofos modernos; y, en una época donde el individualismo era poco menos que desconocido, este fallo no podía dejar de pasar como un defecto, al contrario de lo que sucede en nuestros días. También algunos se inquietaron pronto por estas novedades que no tendían a nada menos que a establecer una verdadera confusión entre el dominio de la razón y el de la fe; Abelardo, propiamente hablando, no fue un racionalista tal como se ha pretendido en ocasiones, pues no existieron racionalistas antes que Descartes, sino que no supo hacer la distinción entre lo que revela la razón lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y aquí está de todos sus errores.

            Abelardo ¿no llegaba acaso hasta sostener que los filósofos y los dialécticos gozaban de la inspiración habitual que sería comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas? Se comprende sin esfuerzo que San Bernardo cuando llamó su atención sobre semejantes teorías se hubiera levantado contra ellas con fuerza, incluso con un cierto arrebato, y también que haya reprochado amargamente a su autor el haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión. La controversia entre estos dos hombres, tan diferentes, comenzó en entrevistas particulares, teniendo pronto una inmensa resonancia en las escuelas y los monasterios. Abelardo confiando en su habilidad para mantener su razonamiento pidió al arzobispo de Sens reunir un concilio ante el cual se justificaría públicamente pues pensaba poder conducir bien la discusión de tal forma que llevaría la confusión al adversario. Las cosas sucedieron de forma diferente: el abad de Claraval, en efecto, no concebía el concilio más que como un tribunal ante el cual el teólogo sospechoso debía comparecer como acusado; en una sesión preparatoria analizó las obras de Abelardo y extrajo las proposiciones más temerarias, de las que dedujo pruebas de su heterodoxia; al día siguiente, habiendo sido invitado el autor al concilio, lo conminó, tras haber enunciado estas proposiciones, a retractarse o justificarlas. Abelardo, presintiendo desde entonces una condena, no esperó el juicio del concilio y declaró que apelaba a la corte de Roma; el proceso no cambió su curso y, desde el momento en que la condena fue pronunciada, Bernardo escribió a Inocencio II y a los cardenales cartas de una elocuencia brillante, aunque, seis semanas más tarde, la sentencia era confirmada en Roma. Abelardo no tenía más que someterse; se refugió en Cluny,  después de que Pedro el venerable, le concertó una entrevista con el abad de Clairvaux y consiguió reconciliarlos.

            El concilio de Sens tuvo lugar en 1140; en 1147 Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, la condena de los errores de Gilberto de la Porrée, obispo de Poitiers, concernientes al misterio de la Trinidad; estos errores procedían de que el autor aplicaba a Dios la distinción real entre esencia y existencia, que no es aplicable más que a los seres creados. Gilberto se retractó entonces sin dificultad; también se le prohibió leer o transcribir su obra antes de que hubiera sido corregida; su autoridad, fuera de estos puntos particulares que se cuestionaban, no fue apagada y su doctrina permaneció gozando de gran crédito en las escuelas durante toda la edad media.

 

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            Dos años antes de este último asunto, el abad de Clairvaux había tenida la alegría de ver subir al trono pontificio a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, que tomó el nombre de Eugenio III y que siempre continuó manteniendo con él las más afectuosas relaciones; es este nuevo Papa quien casi desde el principio de su pontificado, le encargó de predicar la segunda cruzada. Hasta entonces Tierra Santa no había tenido en apariencia al menos más que un lugar muy débil en las preocupaciones de San Bernardo; sería sin embargo un error creer que fue  enteramente ajeno a lo que pasaba y la prueba es un hecho sobre el cual de ordinario se insiste mucho menos de lo que convendría. Queremos hacer referencia al papel que jugó en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las órdenes militares por la fecha y por la importancia, la que iba a servir de modelo a todas las demás. Es en 1128, diez años después de su fundación, cuando esta Orden recibió su regla del concilio de Troyes y es Bernardo quien, en calidad de secretario del concilio, estuvo encargado de redactarla, o al menos de trazar sus orientaciones generales, pues parece que no fue sino un poco más tarde cuando se le llamó para completarla terminando su redacción definitiva en 1131. Comentó luego esta regla en el tratado DE LAUDE NOVOE MILITIAE, donde expuso en términos de una magnífica elocuencia la misión y el ideal de la caballería cristiana, de lo que llamaba la "milicia de Dios". Estas relaciones del abad de Clairvaux con la Orden del Temple, que los historiadores modernos no miran más que como un episodio bastante secundario de su vida tenían  seguramente otra importancia a los ojos de los hombres de la edad media; y hemos mostrado en otra parte que constituyen sin duda la razón por la cual Dante debía escoger a San Bernardo para su guía en los últimos círculos del Paraíso. Desde 1145, Luis VII, tenía el proyecto de acudir en socorro de los principados latinos de Oriente amenazador por el emir de Alepo; pero la oposición de sus consejeros había obligado a retrasar la realización y la decisión definitiva había sido remitida a una asamblea plenaria que debía celebrarse en Vezelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente. Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaldo de Brescia, encarga al abad de Clairvaux el reemplazarlo en esta asamblea; Bernardo, tras haber dado lectura a la bula que invitaba al rey de Francia a la cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la más grande pieza oratoria de su vida; todos los asistentes se precipitaron para recibir la cruz de sus manos. Envalentonado por el éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando por todas partes la cruzada con un celo infatigable; allí donde no podía ir en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos. Pasó luego a Alemania, donde su predicación tuvo los mismos efectos que e Francia; el Emperador Conrado tras haber resistido algún tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la cruzada. Hacia mediados del año 1147 los ejércitos franceses y alemanes se podían poner en marcha para esta gran expedición que, a pesar de su formidable apariencia debió terminar en un desastre. Las causas del fracaso fueron múltiples; las principales parecen ser la traición de los griegos y la falta de entendimiento entre los jefes de la Cruzada; pero algunos buscaron, muy injustamente por lo demás, hacer recaer la responsabilidad sobre el abad de Clairvaux. Este debió escribir una verdadera apología de su conducta, que era al mismo tiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desgracias sobrevenidas no eran imputables a las faltas de los cristianos y que así "las promesas de Dios permanecían intactas, pues ellas no prescriben contra los derechos de su justicia"; esta apología está contenida en el libro DE CONSIDERATIONE, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de San Bernardo y que contiene especialmente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por otra parte, todos no se dejaban llevar por el desánimo y Suger concibió pronto el proyecto de una nueva cruzada, de la que el mismo abad de Clairvaux debía ser el jefe; pero la muerte del gran ministro de Luis VII detuvo la ejecución de los planes. San Bernardo también murió poco después en 1153 y sus últimas cartas testimonian que se preocupó hasta el final por la suerte de Tierra  Santa.

            Si el fin inmediato de la Cruzada no había sido alcanzado ¿se diría por ello que la expedición fue completamente inútil y que los esfuerzos de San Bernardo habían sido desperdiciados? No lo creemos, a pesar de lo que podrían pensar los historiadores que solo se ocupan de las apariencias exteriores, pues había en estos grandes movimientos de la Edad Media, un carácter político y religioso a la vez y razones más profundas, de las que una, la única que quisiéramos resaltar aquí, era el mantener a la Cristiandad una viva conciencia de su unidad. La cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda civilización normal, y que iba a alcanzar su apogeo en el siglo XIII; la perdida de este carácter tradicional debía necesariamente seguir a la ruptura de la unidad misma de la Cristiandad. Esta ruptura, que fue realizada en el dominio religioso por la Reforma, lo fue, en el dominio político por la instauración de las nacionalidades, precedía de la destrucción del régimen feudal; y se puede decir, sobre este último punto de vista, que aquel que asesta los primeros golpes al edificio grandioso de la Cristiandad Medieval fue Felipe el Hermoso, el mismo que destruyó la Orden del Temple, atacando directamente la obra misma de San Bernardo.

 

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            En el curso de sus viajes, San Bernardo apoyó constantemente su predicación en numerosas curaciones milagrosas que eran para la masa como los signos visibles de su misión; estos hechos han sido referidos por testigos oculares, pero él mismo no hablaba de ello sino en contadas ocasiones. Quizás esta reserva le era impuesta por su extrema modestia; pero sin duda también no atribuía estos milagros más que una importancia secundaria, considerándolos solo como una concesión acordad por la misericordia divina a la debilidad de la fe en la mayor parte de los hombres, conforme a la palabra de Cristo: "Bienaventurados los que creerán sin haber visto". Esta actitud estaba en relación con el desdén que manifestó siempre por todos los medios exteriores y sensibles, tales como la pompa de las ceremonias y la ornamentación de las iglesias; en ocasiones incluso se le ha podido reprochar, con alguna apariencia de verosimilitud, el no tener más que desprecio por el arte religioso. Los que formulan esta crítica olvidan sin embargo una distinción necesaria, la que él mismo establece entre lo que llama arquitectura episcopal y arquitectura monástica: esta última es solamente la que debe tener la austeridad que preconiza; no es mas que a los religioso y a los que siguen el camino de la perfección que prohíbe el "culto a los ídolos" es decir, a las formas de las que proclama, por el contrario la utilidad como medio de educación, por los simples y los imperfectos. Si ha protestado contra  el abuso de las representaciones desprovistas de significado y no teniendo mas que un valor puramente ornamental, no ha podido desear, como se ha pretendido falsamente, el proscribir el simbolismo del arte arquitectónico, mientras que él mismo en sus sermones hacía un uso muy frecuente.

            Un último rasgo de la fisonomía de San Bernardo, que es esencial señalar aún, es el lugar eminentemente primordial que tiene en su vida y en sus obras, en cuanto a la Santa Virgen, y que ha dado lugar a toda una floración de leyendas, que son quizás por lo que ha permanecido más popular. Amaba dar a la Santa Virgen el título de Notre Dame (Nuestra Señora), cuyo uso se generalizó en esta época y sin duda en gran parte gracias a su influencia: verdaderamente era, como se ha dicho un verdadero "caballero de María " y la miraba como a su "dama", en el sentido caballereso de esta palabra. Si se hace referencia al papel que jugó el amor en su doctrina, y que jugó también, bajo formas más o menos simbólicas  en las concepciones propias a las Ordenes de Caballería, se comprenderá fácilmente por que hemos cuidado de mencionar el principio sus orígenes familiares. Convertido en monje, permanecerá siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por lo mismo, se puede decir que era, de alguna manera, predestinado a jugar, como lo hizo en tantas circunstancias, el papel de intermediario, y árbitro entre el poder religioso y el poder político, por que había en su persona, como una participación en la naturaleza de lo uno y de lo otro. Monje y caballero en conjunto, estos dos caracteres eran los de los miembros de la "milicia de Dios", de la Orden del Temple, eran también, y en primer lugar, los del autor de su regla, del gran santo que se llamado el último de los padres de la Iglesia, y en quien algunos quieren ver, no sin razón, el prototipo de Galahad el caballero ideal y sin tacha, el héroe victorioso de la "queste del Santo Grial".

 

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            La doctrina de San Bernardo es esencialmente mística, por esto entendemos que contempla sobre todas las cosas divinas bajo el aspecto del amor que sería, por otra parte, erróneo interpretar en un sentido simplemente afectivo como lo hacen los modernos psicólogos. Como muchos místicos, estuvo especialmente atraído por el CANTAR DE LOS CANTARES, que comentó en numerosos sermones formando una serie que prosiguió durante casi toda su carrera, y este comentario, que permaneció siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hasta la paz suprema a la cual el alma alcanza en el éxtasis. El estado extático, tal como lo comprende y que ciertamente  ha experimentado, es una especie de muerte para las cosas de este mundo; con las imágenes sensibles, todo sentimiento natural ha desaparecido; todo es puro y espiritual en el alma misma como en su amor. Este misticismo debía naturalmente reflejarse en los rasgos dogmáticos de San Bernardo, el título de una de sus principales obras DE DILIGENDO DEO, muestro en efecto suficientemente que lugar ocupa el amor; pero nos equivocaríamos si creyéramos que va en detrimento de la intelectualidad. Si el abad de Clairvaux quiso permanecer siempre distanciado de las vanas sutilidades de la escuela, es porque no tenía ninguna necesidad de los laboriosos artificios de la dialéctica; resolvía de un solo golpe las cuestiones mas arduas, por que no procedía mediante una larga serie de operaciones discursivas; lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una vía desviada y como a tientas, alcanzaba inmediatamente, por la intuición intelectual sin la cual ninguna metafísica real es posible y fuera de la cual no se puede aprender más que una sombra de la Verdad.

 

                                                                                                                              René Guénon.

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